Vendaval aleccionante
Buenos Aires, 8 de abril de 2012 - Es cierto que fue el peor de los temporales imaginados, una devastación de viento, lluvia y truenos estremecedores. Fue un azote de una ferocidad a la que no está acostumbrada la Argentina, un país hasta hoy muy afortunado en materia de catástrofes naturales, si se lo compara con Chile y México, por ejemplo.
Pero la implacable destructividad del fenómeno que castigó a la zona metropolitana el miércoles por la noche, no es una noticia meramente meteorológica. Su saldo letal (17 muertes, incontables viviendas destruidas, centenares de columnas de energía eléctrica, derribadas) ingresa a un escenario sólo comprensible desde lo político (cómo es gobernada la Argentina y cómo se hacen gobernar los argentinos) y también desde lo cultural (cómo se maneja esta sociedad en sus comportamientos cotidianos y cómo se hace cargo de las normas básicas de seguridad y contención social).
Indómitos y enfurecidos, muchos habitantes de los municipios más afectados tuvieron que vérselas con saqueos de mercadería, robos y una atroz especulación en los precios de productos faltantes y a la vez indispensables. Desde su residencia de El Calafate, en Santa Cruz, y tras diez días de ausencia de la Capital, Cristina Fernández ordenó sacar a la calle a rodados y efectivos de las fuerzas armadas para colaborar con las tareas, aunque ella permaneció sin moverse de su terruño patagónico. Reaparecieron los piquetes, en los que se advierte no sólo la evidente especulación de grupos políticos radicalizados, sino el propio vacío institucional y la desesperación anómica de mucha gente que se zambulle con facilidad en un griterío que los desahoga, pero poco les permite avanzar.
Miles de postes y columnas de alumbrado caídos pusieron de rodillas a las desfinanciadas distribuidoras de electricidad, mientras que los municipios confrontan la tarea agotadora de despejar incontables calles de todo el Gran Buenos Aires, donde varios centenares de arboles caídos conformaban este amanecer un panorama desolador.
Los reclamos más hostiles y los enfrentamientos abiertos proliferaron en Merlo, Moreno y La Matanza, zonas en las que se han denunciado innumerables saqueos. En el primero de estos municipios, Merlo, aparecieron broncos piquetes y hubo fuertes choques con fuerzas policiales, algo que también se dio en la zona de Paso del Rey, partido de Moreno. Atemorizados por la previsión de saqueos feroces llevó al cierre de supermercados y la llegada de sereno y guardias para custodiar la mercadería por la noche. Difícil imaginar escenario tan deprimente, uno en el cual pareciera resurgir esa Argentina desesperada de 1975, 1989 y 2001, siempre proclive a la explosividad y al malgasto de energías colectivas.
Es positivo que el Ministerio de Defensa haya desplegado efectivos del Ejército en las zonas más golpeadas, junto con la entrega de equipamiento, dinero y materiales de construcción, pero es también razonable preguntarse por el estado de preparación de esas fuerzas y los recursos con que cuentan de verdad para volcarse a tareas eminentemente civiles.
La más evidente de las calculadas especulaciones políticas se advirtió en la propia Capital Federal, donde el kirchnerista Defensor General del Pueblo, Mario Kestelboin, acusó al Gobierno de la Ciudad de intervención “tardía, descoordinada e insuficiente” tras el temporal, lo que le abrió el camino a la jueza Fabiana Schafrik para acoger la denuncia y “ordenarle” de inmediato al gobierno porteño a brindar asistencia directa en el plazo de 24 horas a los habitantes de la Villa 21/24, Villa Fátima, Villa Los Pinos, Villa 15, Villa 1-11-14 y los precarios asentamientos Magaldi y Zavaleta. Ya que estaba, la jueza aprovechó para “exigir” un relevamiento urgente del riesgo edilicio y la provisión de materiales necesarios para reconstruir viviendas; la entrega de colchones, frazadas, alimentos y agua potable en caso de que sea necesario; y el control del riesgo eléctrico.
En catástrofes como la que se vivió esta semana en la zona metropolitana se evidencia el atraso profundo de la Argentina para pensar, organizar y preparar sistemas multi propósito de defensa civil, propicios para confrontar desde accidentes viales calamitosos hasta atentados terroristas, pasando por episodios como éste, donde la furia de la naturaleza castiga con especial dureza a los más pobres e indigentes. En las largas horas posteriores a la debacle, lo que padecieron barrios y poblados inermes fue la inexperiencia, la desorganización y el caos más agreste. Mucha buena voluntad, mucha solidaridad, unas enternecedoras ganas de ayudar en incontables argentinos, pero todo cruzado por esa negligencia e ineptitud organizativa que suelen ser rasgos permanentes en muchas tragedias nacionales.
Las consecuencias del temporal, además, incluyeron la ausencia de una participación más directa y tangible de la Presidente, que una vez más optó por permanecer lejos del mundanal ruido. La explicación oficial es que a Cristina Fernández le repugna la “demagogia” sensiblera y no querría aparecer chapoteando barro en medio de la precariedad del Gran Buenos Aires. Es un argumento atendible, pero cabe preguntarse si la alternativa a ese peligro es esa distancia confortable pero gélida que le impide acompañar a los afectados y carecientes en momentos de enorme angustia. Porque los efectos devastadores del temporal que zamarreó con furia a tantas vidas sencillas y esforzadas, podrían haber sido -es cierto- argumento para baratas especulaciones oportunistas, pero eran también un desafío para mostrar en el terreno, y no desde la lejanía majestuosa, a una conducción compasiva, humana, sencilla y cálida, tomando temperatura personal a una realidad que no deja de ser profundamente injusta.
© pepe eliaschev
Publicado en Diario Popular