Reconquistar la supremacÃa de la ley, es el desafÃo
Buenos Aires, 4 de mayo de 2014 - Es poco claro lo que se decide tras agotarse el tiempo político de Cristina. Por el contrario, una espesa nube de conceptos difusos ayuda a que el debate argentino sea más opaco que traslúcido, más confuso que nítido.
Las personas que se proponen como alternativa tras los once años de kirchnerismo (que serán 4.575 días cuando Cristina se vaya de la Casa Rosada, el 10 de diciembre de 2015) comparten más de lo que se cree y se parecen más de lo que sería sano para la Argentina. Es claro lo que el Gobierno ha hecho y sigue haciendo; ha sido el populismo realmente existente en la Argentina. Consumo a todo precio, exaltación de los derechos en detrimento de las garantías y deberes, espesa manipulación del imaginario colectivo, retórica exaltación del Estado en el marco de un evidente deterioro de lo público, el kirchnerismo es lo que se ve.
El problema de ahora es determinar los perfiles de quienes se postulan como opciones. En el peronismo, nada esencialmente nuevo levanta su perfil. ¿Por qué sería, por ejemplo, “renovador” el maquillado proyecto de Sergio Massa, si su vida política surgió en los aleccionantes parámetros del kirchnerismo de Néstor y su escudería está repleta de viudas políticas de aquellos años? Daniel Scioli jamás pretendió diferenciarse de lo central de estos años; en cambio, su peripecia ha estado atravesada sólo por la insistencia en modales y formas contrapuestas a la crispada ordinariez de muchos de los personeros del actual grupo gobernante.
RASGOS FAMILIARES
Por donde se inspeccione el territorio que reporta a un justicialismo más o menos arqueológico, nadie podría divisar en ese ámbito una superación fehaciente de los métodos e ideas que han prevalecido en este país desde hace quince años. Uno de los aspectos más notables de la era que va concluyendo, pero a la que le falta un trecho largo antes de extinguirse, es que los rasgos políticos impregnados en la sociedad revelan una victoria cultural de los preceptos oficiales. La estigmatización virulenta del mercado y la pretensión de que la política murió en la Argentina en 1976 y renació recién en 2003, son parte de ese paquete de criterios que trasciende generosamente los marcos del kirchnerismo.
Fue el kirchnerismo la fuerza que insólitamente se apoderó del centro del escenario nacional, estableciendo que ellos eran el progresismo tangible de la Argentina, un adueñamiento de la noción de izquierda posible, mientras que -del otro lado de la fantaseada “trinchera”- se abroquelaba una supuesta derecha, recalcitrante, nostálgica y hasta golpista. Esa maxi pamplina se convirtió en “verdad” de facto. Infinitamente diferente en tiempos y contenidos del fracaso del comunismo soviético derrumbado en 1980, el kirchnerismo exhibe sin embargo un rasgo de familia con aquel sistema. Si el régimen imperante en la Rusia soviética se autodefinía como “socialismo realmente existente”, para acentuar su pretensión de encarnar “lo real” de cara a las socialdemocracias y otros marxismos autónomos, en la Argentina el peronismo kirchnerista se atrincheró en la ocurrencia de pretender ser el progresismo verosímil. Quienes ahora aspiran a sucederlo desde los espacios del llamado centro-izquierda, transpiran la exigencia de no ser escarnecidos como “reaccionarios”. Quieren ser los “verdaderos” progresistas, como si en la Argentina la discusión fuera entre izquierda y derecha, un arcaico debate que prescribió hace muchas décadas y carece de sustento en las condiciones del mundo actual.
ESPESA OSCURIDAD
El enrarecimiento de la discusión por el futuro de la Argentina después de los Kirchner se acentúa por la oscuridad persistente de los conceptos. Como recuerda Luis Alberto Romero, “fuera del ámbito del peronismo, muchos apuestan a la contraposición entre dos alianzas partidarias, de izquierda y derecha. Es discutible (…) que izquierda y derecha sea la única forma de organizar las opciones y, sobre todo, que ésa sea hoy la opción principal. Dudo incluso de que alguna vez lo haya sido, en los cien años que llevamos de experiencias democráticas”. Más importante aún, Romero asume que “algunos consideran que Menem fue una versión peronista de derecha y Kirchner, otra de izquierda. No me parece; para el punto de vista que aquí nos interesa, ambos son uno solo. Desde 1989 el peronismo dejó de ser un partido o un movimiento, para convertirse, más sencillamente, en la herramienta política de un conjunto de gobernantes que, cada uno en su nivel, construyen su poder con recursos del Estado.
Esa notable máquina política, engrosada con no pocos tránsfugas, sólo se preocupa por la caja y el poder. En estas dos décadas largas, el Estado no sólo desertó de sus funciones básicas, sino que perdió la capacidad para controlar a sus gobernantes, limitar el saqueo o corregir los gruesos errores de gestión. Un Estado destruido y una máquina política gigantesca, aferrada a un cuerpo exangüe, es lo que dejan a quien tome la posta en 2015”. No hay que ser exageradamente perspicaz para advertir que en esta tremenda radiografía es sencillo encolumnar del mismo lado a todas las vertientes que merodean el justicialismo, asumiendo posturas matizadamente diferentes según la ocasión. De cara a 2015, ninguno de esos “ismos” en liza se desmarca del mismo cepo metodológico y cultural, un espacio donde Sergio Massa y Sergio Urribarri comparten mucho más que un nombre de pila. “En suma”, define Romero, “nuestra centenaria tradición política no nos ha dejado partidos de derecha e izquierda, y ni siquiera muchos partidos; salvo la UCR, el resto son hoy construcciones potenciales en torno de dirigentes que, como polos magnéticos, procuran atraer a una nube de políticos de convicciones débiles y apetencias grandes. Tampoco hay instituciones, ni Estado, ni república, sino un gran desquicio en cualquier lugar que se mire”.
FRONTERAS VERDADERAS
Entonces, ¿cuál es el rasgo definitorio que marca la frontera entre este presente y el futuro deseable? Parece evidente que a partir de 2015 la Argentina puede insistir en seguir siendo un país con poco orden, repleto de reglas que nunca se cumplen, u optar por una reconstrucción institucional que ponga en valor el deteriorado imperio de la ley. Romero parece pensar en Massa y Scioli cuando escribe que “un buen sector de los políticos, especialmente entre los peronistas, preferirá eludir los grandes riesgos, limitarse a cambiar las cosas ligeramente, eliminar lo más escandaloso, mejorar el diálogo, hacer una limpiada de cara y mantener lo sustantivo de un estado de cosas caótico pero altamente productivo para quienes lo gobiernen”.
Hay personalidades y espacios para los que reconstruir las instituciones del Estado y de la sociedad es la tarea más importante, porque “cualquier propuesta que altere el statu quo deberá enfrentar los intereses constituidos, de muchos prebendados por el Estado y de otros que se acostumbraron a vivir en la amplia zona de legalidad gris de estas décadas”. Es en este ángulo, aparentemente abstracto pero colosalmente decisivo, que se juega el futuro argentino. Es posible y sería saludable enfatizar la importancia de esas opciones prioritarias, dejando para más adelante las menudencias doctrinarias. La firme marcha de Cuba hacia una reconstrucción tímida de la iniciativa privada, tras el fracaso de más de medio siglo de aventuras anti mercado, así como el rumbo de austeridad adoptado por el gobierno del Partido Socialista en Francia, son ejemplos que iluminan el atraso cultural del debate argentino.
Valga un ejemplo provocador: cuando el kirchnerismo arma Tecnópolis en Villa Martelli ¿hace gigantismo espectacular “de izquierda”? y cuando el macrismo colapsa el espacio público porteño con un festival supuestamente gratuito de Violetta, ¿es “de derecha”? Ni de derecha ni de izquierda: son jugadas masivas que sólo pretenden excitar emocionalmente a gruesas capas sociales, proyectando felicidades populares al alcance de la mano. La discusión, vacua y retórica, entre Estado y mercado (como si pudieran existir uno al margen del otro) esconde en verdad una funesta y tangible verificación: es una polémica disparatada y abstracta, porque el uso del aparato del poder para los propios fines, mediante prebendas de diverso tipo, no cesará nunca si la Argentina pretende seguir evitando dolorosas constataciones, sin asumir duras realidades. Algunas de ellas son inmediatas y fáciles de comprobar.
¿Algún dirigente opositor salió acaso a condenar en los términos más explícitos los mortuorios presagios de Pablo Moyano, amenazando con varias muertes si le quitan el manejo de la basura en Quilmes? ¿Algún dirigente opositor se animó a anunciar que, en caso de llegar al gobierno, reducirá fuertemente el abuso escandaloso de los “puentes” turísticos del kirchnerismo que han convertido al calendario anual en una juerga incesante? Romero apunta a encarar tareas previas que requieren la construcción de “una voluntad política muy fuerte y muy convencida, todavía inexistente. Que pueda superar las duras condiciones del régimen electoral y las mucho más duras de gobernar”. Ese debate y, sobre todo, esas decisiones, valientes y exigentes, sólo podrán darse si el diagnóstico de quienes se proponen como alternativa es correcto: el dilema nacional no es ideológico en términos del siglo XX. El progresismo verdadero no gana sus batallas en certámenes dialécticos, apelando a bellas intenciones y anticuados modelos que no modifican el modo de ser del país y de sus grupos dirigentes. El progresismo del siglo XXI, en la Argentina como en Venezuela, se juega su existencia en la reconquista de la supremacía de la ley, el fin del personalismo caudillista y la puesta en valor de las instituciones.
© Pepe Eliaschev
Publicado en Diario El Día