Por Pietro Petrucci*
Eramos coetáneos, fuimos varias veces compañeros de trabajo y nos gustaba definirnos como hijos de dos Palermo, el distrito porteño de Pepe y la ciudad mediterránea de donde vengo. Éramos una suerte de compatriotas transatlánticos. Pepe Eliaschev fue el primero y más querido de mis amigos americanos y por eso considero como una hermosa distinción la invitación de Victoria –la mujer de su vida– a conmemorar el séptimo aniversario de sus fallecimiento.
Para honrar mi tarea, no dudé ni un momento en pedir la ayuda del propio Pepe. ¿Quién mejor que él?
Mi amigo no se contuvo y así nos reunimos de nuevo en mi casa de Le Havre, admirando el estuario del Sena, tan querido por los impresionistas, hurgando juntos entre nuestras reliquias comunes: medio siglo de cartas en papel y correos electrónicos, recortes de periódicos, fotografías. Y mientras recorríamos hojeando sus libros los pasajes cruciales de su existencia, encontré milagrosamente durante unas horas su cadencia porteña, las infinitas variaciones de su sonrisa, incluso unos aromas de vino y tabaco.
Nuestra larga complicidad se basaba en fuertes afinidades profesionales, políticas, literarias, y se animaba con ironías recurrentes, inspiradas por “desafinidades” más o menos serias de tipo sentimental (Pepe se enamoró de Victoria en Roma en 1970 y permaneció con ella hasta el final, mientras que yo me casé tres veces) o de tipo cultural, como nuestros enfoques del psicoanálisis –constitutivo de la educación de Pepe y de otros intelectuales argentinos–, que durante algún tiempo consideré como una moda neoyorquina, encarnada por Woody Allen, que permitía a cualquiera proclamar “mi vida es una novela”. Y recuerdo la risa homérica de Pepe cuando le dije que una vez mi escritor de culto, Leonardo Sciascia (1921-1989), durante una de sus apariciones en televisión, había respondido sutilmente a la insistente interpelación de una joven entrevistadora sobre el tema del psicoanálisis: “Señorita, nosotros los sicilianos no tenemos ni inconsciente ni subconsciente, porque no nos lo podemos permitir”.
Con el tiempo cambié de opinión acerca de Freud, por supuesto, gracias a Pepe y aún más a Eugénie, antropóloga francesa adepta al psicoanálisis y mi pareja desde hace veinte años. Cuando armé el primer encuentro entre Eugénie y Pepe, en la Braserie Lipp, uno de los templos de la intelectualidad de Saint-Germain-des Prés, temía que no encontraran mucho qué decirse. Pero, en cambio, yo fui el marginado cuando, inmediatamente después del aperitivo, los dos comenzaron a enumerar conocidos comunes: los francoargentinos discípulos de Althusser, profesores de La Sorbona, como Saúl Karsz, o psicoanalistas parisinos pasados por las cárceles de Videla, como Miguel Benasayag, y otros. En el postre ya parecían viejos amigos, aldeanos transatlánticos ellos también.
Mi larga amistad con Pepe fue alumbrada por varias “conjunciones astrales”, la primera de las cuales nos hizo conocer en Italia en 1969, periodistas militantes veinteañeros, ambos decididos a explorar el planeta. Pepe llegaba desde Buenos Aires vía Corea del Norte (!). Y habiendo encontrado rápidamente en Roma un trabajo y una casa, hizo allí su domicilio durante un par de años. Yo acababa de dejar el periodismo provinciano para ir a la capital, ganando un lugar en la redacción de Astrolabio, un pequeño pero prestigioso semanario de izquierda, lleno de conexiones internacionales, donde Pepe publicó sus primeros artículos “romanos”. Corrían los primeros años 70, la estrella del castrismo brillaba en el firmamento de la izquierda internacional y no fue difícil para un “cronista revolucionario” como Pepe encontrar espacio para contarles a los lectores italianos golpes de Estado y guerrillas de América Latina.
Astrolabio fue la primera etapa de un peregrinaje profesional ininterrumpido, que vivimos a veces en tándem, como “agentes literarios” uno del otro. Después de Astrolabio, Pepe fue un colaborador apreciado de todos los periódicos en los que trabajé: el diario romano Paese Sera, la revista francesa tercermundista Afrique-Asie y La Repubblica, el primer periódico italiano con vocación nacional fundado en 1976.
En junio de 1979 otras de nuestras conjunciones astrales propició un giro decisivo en la carrera de Pepe, pero lo comprendí unas décadas después leyendo Me lo tenía merecido, su apasionante autobiografía publicada en 2009.
“Una mañana sonó el teléfono en nuestro departamento en Manhattan. Desde Milán, Petrucci me decía que había una guerra civil en Nicaragua y que una guerrilla castrista estaba a punto de deponer al dictador Somoza. Me proponía ir a Nicaragua, sin fecha de regreso, a cubrir esa guerra. Se me alborotó la sangre…”.
Ese día yo había llamado a Pepe como nuevo jefe del servicio internacional de L’Europeo, entonces glorioso semanario hoy desaparecido, y los dos conseguimos un acuerdo excelente. Él, ya a mitad de camino de diez años de exilio, parecía estar esperando esa cita con el destino: renunció en el acto a la agencia de The Associated Press y corrió desde Nueva York a Managua. Allí, mientras escribía para L’Europeo los mejores reportajes que aparecieron en Italia sobre la caída de Somoza, estableció nuevos contactos periodísticos, incluido el de radio Mitre, primera emisora de su formidable itinerario como hombre de radio. Nos ayudamos mutuamente utilizando nuestros respectivos idiomas, español e italiano, “de contrabando” y sin el auxilio de ningún diploma. Yo traducía y publicaba los despachos periodísticos de Pepe apenas los recibía y él convertía al español mis reportajes de África y Medio Oriente difundidos en la Argentina (Panorama), Uruguay (Marcha), Chile (Punto Final), Brasil, Perú.
En nombre de nuestra complicidad, en los años 80 me pidió que fuera la voz italiana de Esto que pasa, a pesar de mis maltratos a una lengua que Pepe manejaba –en la oralidad como en la escritura– con gran maestría formal y sustancial.
En la década del 90, tras la primera victoria electoral de Silvio Berlusconi, Pepe intuyó mejor y más rápidamente que muchos observadores romanos el crepúsculo de más de veinte años que se avecinaba en el escenario político italiano.
Hoy pagaría cualquier precio para que me volvieran a llamar alrededor de la medianoche europea desde una radio argentina, con la voz de Pepe preguntándome con ironía: “Pero Pietro, ¿es cierto que Berlusconi, a los 85 años y con varias infamantes condenas penales, se está postulando a la presidencia de la República?”.
*Periodista italiano y amigo de Pepe Eliaschev.