Traidores son traidores
Buenos Aires, 26 de junio de 2013 - Me cuesta creer que los servicios de inteligencia de las naciones más poderosas del mundo estén necesitando que los defienda un abogado ubicado en un radio de la remota Argentina. No lo soy, no lo quiero ser, no lo podría ser. No necesitan abogados esos servicios. Se trata de organizaciones poderosas con un enorme poder tecnológico y con la casi totalidad de los recursos a su alcance.
Hablo, por ejemplo, de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, la CIA, y de los otros “servicios”, como se los llama a secas en el mundo, que se encargan de esa para algunos fascinante y para otros inmunda tarea del espionaje, una tarea condenable desde un cierta mirada ética, pero necesaria para cualquier país del mundo.
Servicios de inteligencia hay en todas las naciones, con muy pocas excepciones. En algunos casos son bochornosamente ineptos, en otros son poderosos y temibles. Es legendaria, por ejemplo, la fama del KGB, o sea del Comité de Seguridad del Estado de la fenecida Unión Soviética. Y desde luego, la CIA es famosa, como los son el MI5 británico y el Mossad israelí, entre otros.
Desde hace varios días la historia del fugitivo Edward Snowden viene entreteniendo alegremente a los medios de comunicación. Se trata de un joven técnico en computación conchabado por intermediarios para trabajar para la NSA, iniciales de la National Security Agency, o sea, la Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos, que es la menos conocida, menos notoria, menos mediática y más poderosa de las diferentes organizaciones norteamericanas dedicadas a la recolección de inteligencia para los fines del Estado. La NSA en particular hace inteligencia electrónica, no se dedica a las operaciones que se han hecho famosas por la literatura o el cine, sino a la escucha, detección y monitoreo de lo que los seres humanos emiten por teléfono o a través de Internet.
Este Snowden era uno más de una imponente tropa de empleados contratados para operar en esta agencia. Usted no entra a la NSA por casualidad o porque lo recomendó un tío. Usted no es contratado por la NSA porque es el novio de una chica que tiene un puesto importante en la oficina del séptimo piso. Ingresar a o trabajar para la Agencia Nacional de Seguridad, como para la Agencia Central de Inteligencia, o cualquier servicio de información clandestino, como al legendario “Instituto” israelí, traducción al español de la palabra hebrea Mossad, implica travesar una formidable carrera de obstáculos en donde el candidato, antes siquiera de ser preparado y entrenado en las modernas técnicas de recolección de inteligencia, es investigado, y no solamente desde el punto de vista penal, de lo que sería su foja de servicios, sino también de su temperamento, de su configuración psicológica.
En una palabra, no se entra de casualidad en esos lugares, aunque, desde luego, los seres humanos somos imperfectos o podemos ser diabólicamente tan hábiles como para engañar a quienes hacen los chequeos de antecedentes de quienes desean ingresar a la vida clandestina. No parece que este haya sido el caso de Snowden.
Al fugarse de los Estados Unidos, él alegó que se solo dio cuenta de lo que estaba haciendo cuando comenzó a hacerlo. Yo no le creo. Es más, es imposible creerle. La descripción de puesto de trabajo, para el que fue conchabado, claramente lo definía: un operador dedicado a escuchar, monitorear y trazar tendencias sobre lo detectado.
La Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos no “escuchaba” conversaciones en un sentido tradicional: descubría tendencias y establecía, por ejemplo, los flujos binacionales de comunicaciones, como por caso, ¿cómo son las comunicaciones de Pakistán hacia o desde los Estados Unidos? ¿Cuántas son? ¿De qué número provienen? ¿A qué números llaman? No importaba tanto seguir, porque es imposible hacerlo, el contenido de lo que se dice en cada una de las millones de llamadas y mensajes en Internet, sino establecer tendencias. Se trabaja en una articulación de inteligencia que me parece, en todo caso, razonable para un país como los Estados Unidos, atacado frontalmente en septiembre de 2001, cuando fueron derribadas las Torres Gemelas e incluso fue atacado, nada menos, que el Departamento de Defensa, el Pentágono.
Este Snowden no es solo un buen muchacho pletórico de instintos patrióticos que inadvertidamente fue engañado, incautamente quedó en las redes de espionaje. Es otra cosa: es un traidor. Es un individuo que fue contratado por la firma empleada por la NSA, después de haber firmado un compromiso de lealtad y confidencialidad, básico para este tipo de tareas. No estamos en presencia de un aficionado que, sentado un día en un bar, tomó un par de copas de más y de pronto perdió la cabeza. O alguien engañado por una maravillosa y seductora mujer que hizo de él lo que ella quería. Se trata de un individuo adulto, mayor de edad, que en ningún momento pudo ignorar que trabajaba, no solo para el gobierno de los Estados Unidos, sino para una agencia de inteligencia. No es lo mismo que ser camarero en un restaurant, o plomero.
Cuando él comienza con esta trapisonda y huye a Hong Kong desde Hawaii, para luego desaparecer, gran parte del periodismo tiende a confundirse. Comienzan a denominarlo “topo”. Snowden no es un topo, una rata. Topos (“mole” en inglés) son los agentes de inteligencia profundamente sumergidos en el interior del enemigo y que desarrollan actividades clandestinas a favor de sus mandantes. Los topos son espías que actúan dentro del país enemigo, a cuenta del país que lo contrata.
Cualquiera que haya leído aunque sea una de las tantas maravillosas y cautivantes novelas de John Le Carré sabe de qué estoy hablando. Hubo topos, no sólo durante la Guerra Fría. Hay que recordar lo que era el espionaje en las épocas de Mata Hari, o episodios como la Operación Cícero en Turquía durante la Segunda Guerra Mundial. Los sigue habiendo ahora. Ahora mismo mientras hablo, hay topos en la Argentina, gente insertada en un lugar en donde su tarea principal es recabar información para satisfacer las necesidades de sus mandantes. Este Snowden no es un topo, es algo mucho más prosaico: es un filtrador profesional.
Nunca me gustó mucho la palabra “vigilante”, que se usa tanto en la Argentina para denominar a las personas que denuncian al autor de un delito. No creo que alguien así sea un “vigilante”; es solo una persona que visibiliza un delincuente. No lo llamaría vigilante. Como ni siquiera llamaría vigilante a Snowden. Creo que es simplemente eso, alguien que pensó absurdamente que estaba haciéndole un servicio al mundo. Pero ¿dónde ha terminado Snowden a estas horas? Acá viene mi relato personal. Esta tarde no podía creer, aún cuando lo he contado en más de un libro mío pero nunca por radio, al enterarme en dónde estaba Snowden, que se me pudiera encender una luz de alerta mi historia personal.
Edward Snowden, el fugitivo norteamericano, se hallaba, al menos hasta hace pocas horas, en el aeropuerto moscovita de Sheremetyevo. Así lo reveló Vladimir Putin, el zar de Rusia. Digo zar, no presidente, porque Putin es un zar. Es tan zar como eran los jefes comunistas. Esos zares comunistas eran tan zares como los zares aristocráticos previos al comunismo. En una palabra, mandamases, dueños de todo el poder.
En 1969, yo tenía apenas 24 años, viajé invitado a Cuba. En la isla, los directivos de la Unión de Periodistas de Cuba me dijeron que había sido invitado para, antes de regresar a Occidente, visitar la Unión Soviética, que yo no conocía. Me dijeron que me esperaban en Moscú. Hacia allí me embarqué en La Habana. Llegué a Moscú solo, conmigo y con mi alma.
En la cabina de Migraciones, los policías militares del Ejército Rojo (estamos en 1969, faltaban todavía 20 años para que se esfumara el comunismo) con uniforme y gorra militar, me pidieron la visa. Respondí que me estaban esperando. Repitieron el pedido, ya sin mucha cordialidad: “su visa, por favor”. Expliqué que había un error, que me deberían estar esperando. Me pidieron que me apartara de la cabina y fui encerrado a una oficina dentro de ese aeropuerto de Sheremetyevo, el mismo donde supuestamente está ahora Snowden.
Estuve ocho días dentro de Sheremetyevo, alojado en un cuatro tipo celda, alimentado por ellos pero sin permiso para entrar a la Unión Soviética. Al cabo de esos ocho días, me pusieron en un avión de regreso a Praga. La policía política rusa me acusaba de haber formulado declaraciones “anti-soviéticas” a mi paso por aquella Cuba de los años Sesenta. En consecuencia, me prohibieron entrar a la Rusia soviética. Así que regresé a Europa Oriental y luego a Occidente sin pisar la Unión Soviética.
En ese mismo aeropuerto de Sheremetyevo está este soplón Snowden, un individuo que traicionó a su patria. Pregunto: ¿un Snowden en Cuba, o en cualquier país del estilo de Cuba, qué destino tendría? ¿Pediría o no esos gobiernos la extradición de Snowden, como lo está haciendo el presidente Barack Obama?
©pepeeliaschev
Emitido en Radio Mitre